Había una vez un pequeño niño llamado Leo, que vivía en un pueblo donde las flores crecían alegres y coloridas, pero su corazón estaba cubierto por una sombra gris. Leo tenía un secreto: a veces, contaba pequeñas mentiras para evitar problemas o no hacer sentir mal a los demás. Pero en su interior, se sentía triste, ya que sabía que lo que decía no era verdad.
Un día, Leo decidió aventurarse hacia el bosque encantado que colindaba con su pueblo. Allí, los árboles tenían hojas que brillaban como esmeraldas, y en el aire flotaba un dulce canto de aves. Fascinado, Leo siguió el sendero, hasta que descubrió un lugar mágico: El jardín de las verdades florecientes.
En este jardín, las flores no eran ordinarias; cada una representaba una verdad. Había una flor roja que simbolizaba el valor para ser sincero, otra azul que reflejaba la bondad en las palabras, y una amarilla que irradiaba alegría cuando se compartía la verdad. Leo se quedó maravillado, pero pronto su mirada se entristeció. “¡Qué hermoso es todo esto! Pero… ¿cómo puedo tener estas flores si siempre digo mentiras?”
Justo en ese momento, apareció un pequeño ser brillante que se presentó como Felicitas, el Hada de las Verdades. Tenía alas doradas y una risa que sonaba como campanillas. «¡Hola, Leo! He estado observándote. Sabes, las flores de este jardín solo florecen con la sinceridad de los corazones. ¿Por qué no intentas sembrar una verdad en vez de una mentira?»
Leo miró a su alrededor, sintiéndose un poco asustado. «¿Y si la verdad hiere a alguien? A veces creo que es más fácil decirlo de otra manera.»
Felicitas sonrió suavemente. «Las verdades no siempre son fáciles, Leo, pero a menudo nos ayudan a crecer. Ven, juguemos un poco. Imagina que cada verdad que compartes es una semilla que plantamos en este jardín.»
Así, Felicitas lo guió en un juego de palabras donde cada vez que Leo compartía una verdad, una pequeña flor empezaba a brotar a su alrededor. “Hoy, le diré a mis amigos que me gusta el dibujo, aunque sea diferente a lo que les gusta a ellos”, dijo Leo, y de inmediato, una flor roja comenzó a crecer.
Después de varios momentos de juego, Leo se dio cuenta de algo maravilloso: las flores no solo embellecían el jardín, sino que también iluminaban su corazón. Con cada verdad que pronunciaba, su sombra gris desaparecía un poco más.
Finalmente, Leo comprendió que expresar sus sentimientos y pensamientos de manera sincera lo hacía sentir fuerte y ligero. Y el jardín se llenaba no solo de flores hermosas, sino de colores vibrantes que celebraban su sinceridad.
Cuando regresó a casa, Leo llevaba consigo una pequeña flor amarilla del jardín. La tuvo allí como un recordatorio de lo que había aprendido. Si alguna vez temía ser honesto, pensaría en el jardín y en cómo las verdades florecían donde las palabras eran puras.
Desde entonces, Leo se sintió más feliz y liviano. No siempre fue fácil, pero cada vez que se sentía dudoso, recordaba a Felicitas y el jardín mágico. Su corazón brillaba como nunca antes.
Y así, el jardín de las verdades florecientes siguió creciendo en su interior, ayudando a otros a aprender que ser sinceros no solo nos hace libres, sino que también embellece el mundo alrededor.
Moraleja implícita: Las verdades que compartimos son como flores en un jardín, que crecen y brillan cuando se les da la oportunidad.
Y ahora, querido lector, ¿qué verdades estás listo para cultivar en tu propio jardín?
#cuento terapéutico sobre la sinceridad